Unos días después y unos kilómetros más, aparecióseme ella, la Muerte, con la espontaneidad que la caracteriza, ofreciéndome manjares selectos y frutas del árbol de la vida. Yo, haciendo gala de mi educación de familia de clase media con evidente falta de adaptación a circunstancias superiores a lo ordinario, le pregunté en un tono evidentemente imperativo si podía venir más tarde porque habiendo leído y releído el guión de mi vida, no me quedaba clara constancia de su temprana aparición. Replicome con solemnes recuerdos del pasado y recordome los niveles de prepotencia que yo ostentaba para luego desaparecer entre las pequeñas rectas blancas de la tira asfáltica, mientras el casero que había irrumpido desatendidamente en la carretera sin observar el tráfico circulante, semireaccionaba sobre su aberración conductiva.
– Te llamaré cuando sea tu turno. – Le dije. – Ahora corre a releer el guión.
Sabiendo que la Muerte jamás olvidaría aquella osadía, continué mi lucha contra el manillar. Mientras, en mi cabeza resonaban las palabras de Iñaki:
– Empuja, suelta, acelera, inclina …
¿Cuántos dolores musculares reposaron sobre mis manos al final de ese día? ¿Cuántos coches había adelantado? ¿Cuántas veces había el pistón explotado?
Las motos no son peligrosas, las armas tampoco los son. Después de que el hombre la máquina crea, es el hombre el que toca el botón.