Lo insólito de la vida

Alexandre Quessenet era un sujeto alto, de rostro afilado y mirada pequeña. Sus padres lo habían educado otorgándole la libertad de deambular por la vida sin horarios. Es por eso que no tardó demasiado en adaptarse a la sociedad. De facetas un tanto atléticas, siempre se interesó por el deporte. Su rutina consistía en salir a correr dos o tres veces por semana una media hora por el campo. Nunca dejaba de lado ese aspecto de su vida. Para su propio beneficio, se había casado con una mujer que soportaba lo insoportable. Aunque, aun considerando esto, la vida no lo había tratado tan bien. Sus padres habían muerto cuando acababa de cumplir los veintinueve años. Fue un accidente muy trágico de repercusión nacional pero gracias a su madurez y autocontrol pudo superar la pérdida sin muchos inconvenientes. No le ocurrió así a su mujer dado que su único hijo también viajaba con ellos. Sofía lo culpó durante años, pero él sabía que no tenía culpa alguna; no pueden unos padres prohibirle a un hijo que viaje con sus abuelos. Desde entonces jamás volvieron a intentar concebir, pero aunque nadie, ni siquiera el mismo, dudaba que ella seguía amándolo, su relación se había enfriado considerablemente.
El pueblo donde vivían no era un pueblo tan pequeño, ya casi era una pequeña ciudad. Tenían delincuencia, accidentes, fiestas ruidosas y toda clase de acontecimientos que puede tener un pueblo grande a punto de convertirse en una ciudad pequeña. Cierto es que su status social y económico no era el mismo que el resto de la sociedad, en parte gracias a los medios de comunicación por lo del accidente, y en parte por su restaurant «les gourmandes», emprendimiento que junto a la publicación de algún que otro libro culinario le había permitido convertirse en una de las fortunas de la zona.
A Jean Claude, soltero y también francés, siempre le gustó comer en restaurantes de la madre patria. Un gran amigo y famoso chef parisino le había explicado con precisión que las comidas se empezaron a elaborar de forma artesanal en Francia y le había enseñado a confiar ciegamente en un galo a la hora de requerir servicios gastronómicos. Por eso, los dos días que llevaba en el pueblo, habían sido tiempo suficiente para averiguar la ubicación de «Les gurmandes». Para ello había inquirido impunemente a varios pueblerinos. Todos en ese mismo seis de mayo.
Educado en sus modales, era un hombre con clase, recorrió el pueblo dos o tres veces para conocerlo bien. Aunque algo ya había visto cuando estuvo de paso hacía ya unos nueve años. Habiendo encontrado un hotel que satisfizo sus exigencias, pidió al conserje una habitación para una semana y un día. No pensaba quedarse ni un día más de lo planeado. A los hombres de negocios no les gusta perder el tiempo. Es por eso que, como muy gay que eran ambos, cuando conoció a Alexandre en el restaurante, se enamoraron, mandaron a hacer puñetas a su mujer y se fueron juntos al caribe. Es lo insólito de la vida…

Deja una respuesta