Mi mujer adora los gatos. Yo en cambio siempre he preferido la compañía de los perros. Los gatos siempre me han parecido egoístas, mezquinos, malos. Todos sabemos lo que les pasa a sus propietarios cuando mueren en un piso cerrado y rodeados de ellos. También sabemos lo que hacen los perros en la misma situación.
Mi odisea por esta vida europea me ha llevado a vivir de piso en piso. Alquilar una casa nunca fue una opción. En las provincias vascas, vivir en un lugar con tanto espacio, es considerado un lujo. Por ello y por querer hacer a mi mujer feliz fue que adopté una gatita.
Mentiría si dijese que no fue atracción a primera vista. De los tres cachorritos que estaban ese día en el escaparate de la veterinaria, fue el único que paró de jugar para contemplarnos. Inmediatamente sentimos esa conexión. El cartel ponía «gatitos en adopción» y a mi mujer le brillaban los ojos. Cuando uno ama, otorga. Y muy en contra de mis preferencias personales, otorgué.
Aria era un torbellino. Un torbellino de verdad. Pero tenía habilidades. De hecho era sospechosamente inteligente para ser un gato. Si no hubiera tenido el cuerpo de un felino, cualquiera habría dicho que era un perro.
– ¿Qué mascota tienes? – Me preguntaban.
– Tengo un gato-perro – Respondía.
De todos los visitantes que recibo en mi casa, a ninguno se le pasó por alto ese detalle. Es como que un gato que obedece como un perro no es un estándar. A todos y cada uno de ellos les dije que mi gata no obedecía porque yo no lo daba órdenes. Jamás le di una recompensa. Aria era un gato-perro que entendía lo que yo quería, y por alguna razón que desconozco, lo hacía.
No me costó mucho estar profundamente unido a ella. Tened en cuenta que soy un tipo frío. Desde que murió mi hermano y desde que me alejé de mi país y de mi familia es como que querer me cuesta un poco. Aunque se me pueda notar un poco por fuera, llevo mis mierdas por dentro. Y aún así no me costó querer a este gato-perro.
Y volvemos a lo dicho: el que ama, otorga. Esa es una frase mía. Vosotros, tal vez conozcáis la frase popular: si amas algo, déjalo libre. Entonces, otorgué otra vez. Otorgué abriendo la puerta de esta casa, en este barrio ruidoso y transitado. No dudó en salir. De hecho lo necesitaba. Y yo lo sabía. Lo tenía muy claro, no quería una gata infeliz. No quería ser un egoísta.
Así que se fue. Pero volvió. Todos y cada uno de los días, se fue y volvió. Salía como un felino salvaje y volvía como un gato-perro. Este era su hogar. Y lo sabía. Por eso, al llegar, buscaba inmediatamente la complicidad de cualquiera de sus dos dueños humanos para echar una siesta en «equipo». Eso claro, cuando prefería no contar sus aventuras con la mirada o con ese seudo-lenguaje que ambos inventamos y que ahora mismo no podría explicarles.
Ayer fue distinto. Ayer se fue y no volvió. Por supuesto salí a buscarla. Fui yo el que le abrió la puerta, era mi responsabilidad. Y la encontré. Estaba sin su arnés. Una gota de sangre la caía por la nariz. Estaba fría. Dura. Aria ya no era Aria. Era un cuerpo de gato envenenado. Un animal que sufrió y se revolcó hasta perder la vida. Un ser al que le fallé por no haberle enseñado que del peor ser vivo que habita este planeta, es de quién más cuidado debería haber tenido.
Podría decir que me la arrebataron. Pero no fue así. No me la arrebataron. No era mía. Aria era de Aria. Arrebataron su vida. La vida del gato más bueno e inocente con el que alguna vez hayáis podido soñar. No por ser «nuestra Aria», sino por ser verdad.
Una parte de mi muere con ella.
Por ello hoy, Aria, entre lágrimas, en esta triste despedida te pido perdón. Perdón por no haberte protegido de la escoria de seres humanos que nos rodea.
Espero que hayas sido feliz con nosotros.
Descansa en paz. Nos vemos en el otro lado.