El piano de ébano

Albert Calahan era un hombre cansado de la vida. A sus 46 años lo habían asaltado 3 veces, tuvo un accidente de trabajo que le impidió caminar con normalidad y el amante de su ex-esposa había intentado atropellarlo con su coche en dos ocasiones. La sociedad no era un ámbito en el que se desenvolviese con facilidad por eso es que vivía solo en una casa de campo sobre una colina. Llevaba años así. De vez en cuando bajaba al pueblo para hacer algunas compras pero no era muy frecuente. Su cabaña y un piano de cola negro eras sus únicas pertenencias después del divorcio. Aunque adoraba su cabaña, lo que más le importaba era el piano. Lo había conseguido a muy bajo precio en una casa de empeños judía, por más contradictorio que eso parezca.
A medida que uno iba acercándose a la cabaña podía escucharse poco a poco algún nocturno en Re Mayor que Albert desempeñaba sin muchas dificultades. Si no fuese porque muy pocas veces alternaba su repertorio con alguna sonatina de Clementi me hubiera atrevido a asegurar que era un devoto fiel a Chopin. En mis tantas visitas a su residencia había aprendido a distinguir sus estados de ánimo precisamente por eso: cuando estaba pensativo o deprimido, de sus dedos no salía otra cosa que música compuesta por el músico polaco. Distinto era cuando por alguna razón que otra se encontraba en un estado eufórico. Tocaba entonces algo de Clementi. Y no es que entienda mucho de música pero me parecía tal vez un poco acelerado. Aunque claro, esto era muy infrecuente. Más bien diría que una o dos veces al mes.
No era un tipo muy conversador. Lo había conocido una navidad en la taberna del pueblo. La fiesta había empezado con unos combos de Pee Wee Rusell para luego animarse un poco más con algún Chop Suey de corneta de Louis Armstrong. Albert estaba borracho y se sonaba los dedos mientras se sentaba en un banquillo de ébano al pie del piano del bar. Tocó dos o tres teclas y giró la cabeza de un lado hacia el otro expresando algún tipo de disconformidad con el sonido. No hablaba con mucha gente del pueblo pero todos le conocían. Ese día pregunté por él y me dijeron que se apellidaba Calahan. Que era hijo de ingleses y que estaba cojo por un accidente laboral. No era alguien que llamara mucho la atención pero había algo suyo que me resultaba bastante intrigante. Es por eso que me acerqué ese día y le invite una copa. Desde esa navidad y durante dos años mantuvimos buenas conversaciones. Sin embargo nunca lo había notado tan raro como esos últimos días; los días de Noviembre. Durante seis noches estuve llamando a su puerta y no respondía. Estaba encerrado dentro de su casa y lo único que hacía era tocar el piano sin parar. Llegué a pensar que se había vuelto loco pero era demasiado pronto para que la hipótesis sea válida. Al séptimo día todo volvió a la normalidad y atendió a la puerta. Antes de inquirir acerca de su encierro preferí escucharlo:

– Querido amigo… – Me dijo –… he tenido una inspiración momentánea de la que no he podido escapar. Si bien es cierto que he descuidado nuestra amistad no atendiendo a los llamados de la puerta, de los que he de suponer era usted responsable, también es cierto que no he podido más que rendirme ante mi espíritu creativo, que dicho sea de paso, acabo de descubrir…

Yo seguía escuchando…

– Parece ser que entre mi piano y yo se ha creado un nuevo vínculo. Es algo que me es difícil explicar. Mi amigo de ébano ha estado dictándome unas notas que he debido anotar en algún papel que casualmente ahora no encuentro. Me he decidido a crear una sonata y ha surgido en mí una responsabilidad que no he de negar bajo ninguna circunstancia. – Se explicaba, mientras buscaba entre varios folios en blanco alguno en especial probablemente lleno de notas musicales que nunca entendería

– Es probable que en estos días no le preste mucha atención, así lo he decidido. – Continuó – Pero me gustaría colaborase en alejar a cualquier persona que se acerque a la casa durante las próximas dos semanas. Es de vital importancia para mí terminar lo que he empezado. Amigo, ¿me escucha? – Me preguntó.

– Si, claro – Le dije un poco desentendido con la conversación – Pero …

– No me pregunte nada ahora – Me interrumpió – Ya se lo explicaré en su momento.

Entonces puso su mano en mi espalda invitándome a salir.
Dejé la casa un poco atónito. Era de mi conocimiento que Albert era un poco excéntrico, pero de todas las cosas raras que había hecho, esta me pareció la que más.

Durante la primera semana posterior a la conversación solía dar algún que otro paseo por el barrio y pasaba por la entrada de su casa para ver si todo estaba en orden. Llegando al porche ya se escuchaban sus manos golpeando contra las teclas abrupta y casi lastimosamente. Así pasaba toda la mañana y toda la tarde. Aunque para mi tranquilidad dormía al menos por las noches.
Cierta noche me levanté a eso de las tres de la madrugada. Desde mi habitación se podía ver la ventana de la cocina de la casa de Albert. Estaba abierta y tenía la luz encendida. Intrigado salí de mi casa y me dirigí hacia allí. Cuando me hube acercado un poco más descubrí que estaba sentado en una silla con unos papeles en la mano, hablando en voz alta y poniéndose las manos en la cabeza, como disconforme con algo. Quise acercarme más para preguntarle si estaba bien pero algo me detuvo. La sombra de otra persona se movía dentro de la habitación. Me di cuenta entonces que había alguien más y que Albert no conversaba solo. Esperé unos minutos hasta que la persona dejó la casa y me dispuse a seguirlo. Parecía un hombre mayor, de un porte robusto aunque algo cojo, estaba muy oscuro y por un momento pensé que era mi amigo el que había dejado la casa. Pero no era exactamente su forma de caminar. Trescientos metros mas abajo, vi como la figura negra entraba en la taberna cerrando la puerta con llave desde el interior.
Apuré el paso y caminé ligeramente los 60 metros que me separaban de la taberna para luego meterme en el callejón de la izquierda con la intención de mirar por las ventanas exteriores, pero al asomarme las luces se apagaron y no pude ver nada.
Estaba oscuro y hacia mucho frío. Estaba sólo en medio de la noche y hacía un buen rato que había decidido no prestarle atención a la sensación que me corroía de que alguien me pudiera estar siguiendo. Caminé un poco para ver si lograba escuchar algún paso, pero el viento y el movimiento de las ramas de los árboles me impedían distinguir los sonidos con claridad, así que sin mirar ni una sola vez para atrás caminé recto hasta la casa de Albert, pero cuando estaba llegando me di cuenta también de que estaban todas las luces apagadas.

– Mejor –Pensé – es muy tarde y estoy muy cansado

Una vez dentro de casa eché una última mirada hacia la suya y cerré la puerta con llave. Cuando me disponía a volver a la cama escuché el aro de mi puerta golpear dos veces contra ella. Sin entender por qué, me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo y otro más cuando el aro volvió a golpear por tercera y cuarta vez.
Encendí las luces y caminé hacia la entrada cuando escuché:

– André – ¿Estas ahí?

La voz de Albert me tranquilizó por un instante… Le abrí la puerta y me dio la mano. Estaba fría, muy fría.

– André, quiero que guardes esto me dijo – extendiendo una pequeña caja hasta mi pecho. – Consérvalo y no intentes abrirlo ni se lo des a nadie. Estaré fuera unos días, tengo que ir a la capital, han surgido unos asuntos que he de resolver. Cosas de familia.

– ¿Algún problema grave? – Le pregunté – He visto a Julios en tu casa hace una media hora más o menos. ¿Que ha pasado?

Se quedó mirándome extrañado. No había caído en mi trampa.

– ¿Julios en mi casa? ¿Hace media hora? Pero si ha cerrado la taberna hace por lo menos 5 horas. Ya estará ya por el quinto sueño.

– Me pareció verte con alguien – Insistí – Me levanté al baño y estaba la luz de la cocina encendida.

– No puede ser, acabo de despertarme. He puesto el despertador a las 3:45 así pillo a tiempo el tren a la capital. No estoy en condiciones de conducir. Últimamente me ha estado doliendo mucho la cabeza.

Era sábado de madrugada pero esa mañana no trabajaba por lo que me ofrecí a llevarlo:

– Si quieres te llevo, este fin de semana libro. Llevamos tu coche…

– ¿Harías eso por mi? Me preguntó alegremente.

– Claro.

– OK. Guarda la caja en un lugar seguro y vamos por mi coche.

No tardamos en ponernos en marcha. Para un pueblerino, una capital es como un gran monstruo a punto de devorarte o a punto de hacerte su amigo ofreciéndote toda clase de placeres. Nunca te es indiferente. Pero en este caso era para mí como un carrusel que daba vueltas mientras intentaba comprender que es lo que estaba sucediendo.
La extraña visita, las manos frías de Albert, su despertador, la caja…
Mientras las luces iban quedando atrás yo seguía sus instrucciones hasta aparcar en una tienda de antigüedades del centro.

– Espérame aquí me dijo, tardaré un buen rato

– No quieres que te acompañe – Le dije, intentado curiosear un poco.

– No gracias – me dijo con prisas. – Esto es un trámite personal.

Cuando uno llega a los 50 años sabe que hay momentos en los que no hay que hacer preguntas, pero últimamente mi vecino tenía la capacidad de despertar en mí una intriga incontrolable. Esperé a que entrara en la tienda y metí las manos en mi chaqueta. Mi smartphone me acompañaba a todos lados, me había vuelto un adicto a la conexión Wifi clandestina y lo tenia asumido, pero cada vez que lo usaba corroboraba una vez mas que había echo una buena compra. Comencé a buscar redes inalámbricas sentado en el coche pero todas tenian clave. El nombre de la tienda me sonaba muchísimo, seguramente habría información en Internet… Cerré el coche y me desplacé varios metros caminando hasta encontrar un punto de acceso abierto e ingresé las palabras “Cohen Antigüedades” entre comillas en un buscador. Rápidamente me apareció el hipervínculo de la tienda y entré a su web.

Cohen Antigüedades… desde hace 150 años en la capital… Alicia Cohen, Abraham Cohen…

– Abraham Cohen ¡Exclamé en voz alta! Después de mirar si alguien me había escuchado pensé: – ¡El piano!

Seguí buscando más información en la página pero la calidad de la señal iba disminuyendo así que me acerqué hacia la esquina, que era de donde aparentemente transmitía la red y me tropecé con un hombre vestido con una chaqueta de cuero carísima.

– Perdón – me dijo amablemente.

Caminó unos pasos y se detuvo súbitamente. Por un momento pensé que se le había caído algo, pero siguió caminando hasta llegar al coche de Albert. Miró por la ventana del acompañante e inmediatamente hizo una llamada por teléfono. Metí entonces mi teléfono en el bolsillo y me quedé mirando disimuladamente. El hombre se quedó por allí.
Pasaron unos 10 o 15 minutos cuando un todo terreno negro de cuatro puertas con los cristales tintados aparcó detrás del volvo verde. Dos hombres jóvenes se bajaron de él y miraron por las ventanillas. Intentaron abrir el baúl y ante el resultado negativo lo intentaron forzar. Se detuvieron cuando pasaba por ahí el tranvía magnético, el orgullo de ciudad capital.
El más viejo de los tres les indicó que dejaran de forzar el baúl y que se metieran dentro de la tienda con él.

Me dirigí raudo hacia la puerta de la tienda y cuando quise abrirla perdí el conocimiento. Es lo último que recuerdo, detective. Todavía me duele la cabeza.

– Eso, señor André, no explica de modo alguno como es que usted vio entrar al desaparecido en un edificio que lleva demolido 15 años.

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